En mi vocación de filóloga
–‘el que ama el verbo’- siempre he sido consciente del asombroso poder de las
palabras. El mundo está hecho de palabras; nada existe, nada consta de
identidad hasta que no lo nominalizamos; Lev Vigotsky, sicólogo y fundador de
la Teoría Sociocultural del lenguaje, establecía que “el niño comienza a percibir el mundo no solo a través de sus ojos, sino
también a través de su discurso”.
La PALABRA
tiene afán de creación. No sabremos de nuestra historia, sino la leemos; no
sabremos de ciencia, si no la estudiamos; no sabremos filosofía, arquitectura, literatura,
derecho ni medicina, si no los aprendemos. No sabremos de nuestra esencia, si
no ponemos nombre a nuestras emociones. Y no sabremos ser felices si no nos
hablamos con honestidad.
En todo este fascinante
proceso, podemos señalar la parte más alentadora: el discurso se aprende, el
lenguaje se adquiere. Noam Chosmsky, como saben, una de las figuras más
destacadas de la Lingüística del siglo XX,
establecía que “la obligación de
cualquier maestro es ayudar a sus estudiantes a descubrir la verdad por sí
misma”. Y será precisamente en mi vocación de docente – ‘el que enseña’-
donde todo este prolijo y exquisito entramado adquiere más sentido: enseñar a
nuestros alumnos a conocer y usar el lenguaje; “Solo el que sabe es libre, y más libre el que más sabe… Solo la
cultura da libertad”, establecía Miguel de Unamuno.
Me encanta
cuando afirmo a mis alumnos que cuanta más lengua sepan, más felices serán; la
experiencia me dice que este poderoso argumento todavía no es compartido por
sus mentes adolescentes, pero confío plenamente en el futuro que están creando
y en que tal vez alguno de ellos, más adelante,
pueda experimentar de primera mano, la verdad de tan noble
asunto.
Si hablamos de
POESÍA, el poder se multiplica; entran en juego las pasiones y los pecados, el
instante preciso y la eternidad del tiempo, los vicios más solemnes y las
virtudes más oscuras, el ingenio y el desconcierto, la quietud y el desasosiego,
la soledad y el ruido. El amor y el desamor. Entra en juego la BELLEZA. Y como
no podía ser de otra manera, en su grado máximo de excelencia que le es propio,
la belleza no se aprende, no se adquiere.
La belleza se experimenta, se siente, se vive.
Me declaro una
firme defensora de democratizar la cultura; necesitamos vivir rodeados de ARTE,
de belleza; y no se engañen ni busquen pueriles excusas, el arte nos pertenece
a todos, solo hemos de dignificarlo, visualizarlo, rescatarlo de la élite esnob
que cree que solo a ellos les pertenece.
No sé ustedes,
pero una de las motivaciones que más me inspira y entusiasma cuando visito un
lugar nuevo es encontrarme con versos por sus calles y paredes; palabas
indómitas que resisten y persisten las inclemencias meteorológicas y humanas a
las que se ven sometidas… En mis fotos de viajes es curioso cómo las que más
abundan son aquellas que robaron mi atención en un momento determinado, bien
sea una declaración de amor, un canto a la vida, o bien, el reconocimiento de algunas de
nuestras más profundas vulnerabilidades. En estos tiempos de dura pandemia, más
que nunca, hemos de cultivar el espíritu. Busquemos la belleza de la vida
sencilla y acojamos la poesía en nuestro día a día. Créanme, haremos de esta bendita casa un lugar más hermoso y
habitable·
(*Artículo escrito para la Revista Okupa del I.E.S. José Luis Castillo-Puche; curso 20-21)